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EL LIBRERO HARDBOILED

El Banquete Celestial

de Donald Ray Pollock

Lectura recomendada

por Bernie Ohls

“—Tiene usté pinta de haber pasao mucho tiempo en el camino —le dijo por fin al hombre.

            El desconocido asintió con la cabeza.

            —¿Ve ese pajarillo blanco que está en ese ciprés de ahí? —dijo, señalando con la      vara.

            —Sí, lo veo.

            —Llevo ya cincuenta años siguiéndolo. Él me lleva a donde necesito ir.

            —No sabía yo que los pájaros vivieran tanto —dijo Pearl.

            —Uy, ese no morirá nunca.

            —¿Cómo lo sabe usté?

            —Bueno —dijo el ermitaño—. Lo he visto reventado con una escopeta del calibre 4, partido por la mitad por las zarpas de una pantera y hasta ardiendo después de que le pegara fuego una panda de gamberros en Turlington hace un par de años. Y sin embargo, ahí está, posado en ese árbol y hecho una hermosura. Siempre vuelve.

            Pearl lo pensó un momento y preguntó:

            —¿Es usté alguna clase de predicador?

            El hombre encogió los hombros huesudos.

            —Dios me habla de vez en cuando, y sus pájaros me enseñan el camino. No hay mucho más que contar.

            Antes de darse cuenta, Pearl ya le estaba explicando al hombre lo sucedido con Lucille y el gusano y contándole todos los infortunios que habían venido después. Le confesó que incluso estaba empezando a preguntarse si acaso Dios existía, y en caso de que sí, por qué trataba a algunos tan mal mientras que a otros no les pedía nada de nada. No tenía lógica. Era imposible que sus irrisorios pecados se correspondieran con las tribulaciones que les había tocado pasar a su familia y a él. Al terminar Pearl, el hombre se pasó mucho rato sentado acariciándose la barba larga y apelmazada. Luego se echó un vistazo a los pies callosos. Se inclinó hacia delante y empezó a tirarse con los dedos nudosos de una de las uñas del dedo gordo del pie. Sin una sola mueca de dolor, se la arrancó y la sostuvo para que Pearl la viera.

            —No lo has entendido, amigo —dijo el hombre—. La verdad es que has sido elegido. Dios te está dando la oportunidad de resucitar mejor, igual que se la dio a tu señora. Sin participar uno de la miseria del mundo, no puede haber redención. Ni tampoco habrá gracia. Esto no debería sorprenderte si lo estudias bien. Mira lo que Él dejó que le hicieran los judíos a Su propio hijo. La mayoría de nosotros lo tenemos condenadamente fácil en comparación con el sufrimiento que tuvo lugar aquel día. Pero esos que hoy en día llaman “predicadores” no quieren contarle la verdad a la gente. El viejo Satanás los ha convencido de que la salvación se puede obtener a cambio de casi nada. Caray, hay algunos que hasta van por ahí con su ropa elegante diciendo que el Señor quiere que todos seamos ricos. ¿Cómo duerme alguien así por las noches, contando esas mentiras, usando a Dios para llenarse los bolsillos? Un puro sacrilegio, eso es lo que es. Espera y verás, cuando llegue el Día del Juicio serán esos los que más ardan. Es una lástima que sus rebaños vayan a terminar ardiendo junto a ellos. No, si quieres la redención tienes que dar la bienvenida a todo el sufrimiento que te llegue.

            —¿De verdá cree usté eso? —dijo Pearl mirándole el dedo ensangrentado del pie y acordándose del sombrero de piel de castor y de los guantes de gamuza que el reverendo Hornsby de la iglesia de Hazelwood llevaba con un orgullo un poco excesivo.

            —Amigo, usted y esos chavales que tiene podrían ahogarse en ese río ahora mismo y sería lo mejor que me ha pasado en la vida.

            —No sé —dijo Pearl—. Entiendo que dormir al raso y pasar hambre de vez en cuando le pueda hacer bien a uno, pero, señor, es que nosotros nos estamos muriendo de hambre.

            El ermitaño sonrió.

            —Yo no he comido nada en una semana más que unos cuantos renacuajos y las criaturas que me encuentro en la barba. Y no quiero nada más.

            —En ese caso —dijo Pearl—, ¿qué gano yo con la redención esa de la que me habla?

            —Pues que un día podrás comer en el banquete celestial —dijo el hombre—. Y entonces ya no escarbarás en busca de migajas, te lo garantizo.

            —¿El banquete celestial? —repitió Pearl.

            Nunca había oído hablar de aquello, y se preguntó si tal vez habría estado dormitando la mañana de domingo en que el reverendo Hornsby había predicado sobre el tema.

            —Eso mismo —dijo el ermitaño, tirando la uña al suelo—. Pero acuérdate, solamente se sentarán en él quienes rehúyan las tentaciones de este mundo.”

     Tras el encuentro con un ermitaño, Pearl Jewett arrastra a sus tres hijos a una vida en la miseria con la que confía conseguir un lugar en el banquete celestial; una vida de honradez y sufrimiento que los tres varones abandonan en cuanto muere el padre para dedicarse a atracar bancos, emulando así al protagonista del único libro que tienen además de la Biblia: una novelita de a duro titulada Vida y época del Sanguinario Bill Bucket. Mientras tanto, a varios cientos de kilómetros, un granjero llamado Ellsworth Fiddler se encuentra con que su hijo se ha marchado: es el colofón de lo ocurrido meses atrás cuando, tras haber sido timados por un estafador que se llevaría los ahorros de toda la vida, le dio aquel primer vaso de vino que lo llevaría a aficionarse al alcohol.

       A partir de estos dos puntos de partida y con un tono irreverente un tanto absurdo que oscila entre lo duro y deprimente y lo sarcástico e hilarante, Donald Ray Pollock ha escrito una sátira en clave western que los editores no han dudado en etiquetar como “al más puro estilo Peckinpah, Tarantino o los Coen” (aunque en la faja publicitaria y la contraportada hayan escrito erroneamente Cohen; y Peckinpah… opino que es mucho poner Peckinpah). Políticamente incorrecta y llena de personajes variopintos que se van sucediendo a la par de los citados Ellsworth Fiddler y los hermanos Jewett, El Banquete Celestial refleja una sociedad de la América rural del año 1917 (mayoritariamente inculta y con valores arcaicos) que empieza a recibir la llegada de voluntarios para alistarse a la Gran Guerra cuando todavía está por adaptarse la modernidad del nuevo siglo y sus posibilidades.

       Una obra de ocurrencias y salidas bastardas no recomendable para todos los públicos. Abstenerse lectores de piel fina, moralistas, políticamente correctos, buscadores de lecturas elevadas y aquellos incapaces de comprender lo que es una sátira. Confío en que la muestra con la que finalizo sea un buen filtro, un fragmento que quisiera dedicar a nuestro Cabrero Mayor y que he escogido porque, además de reflejar lo políticamente incorrecto e irreverente mencionado anteriormente, considero que bien podría haberlo escrito él mismo.

“Al cabo de unos minutos, Ellsworth hizo parar al mulo delante de una casa blanca y pequeña. En un poste del porche había colgado un letrero de madera que tenía pintada una escoba con trazos meticulosos. Al otro lado de la calle había varios hombres apretujados y fumando en el banco de delante de la barbería, mientras otro les leía un artículo del periódico, agitando mucho la mano, cerrando el puño y haciendo énfasis verbal en ciertas palabras. El granjero le puso el freno a la carreta y subió al porche. Llamó a la puerta y una voz dijo desde dentro: “Está abierto”. Entró en una sala oscura y húmeda, con olor a sudor rancio, a paja y a grasa de beicon. De un gancho en una esquina del techo colgaba una jaula que contenía lo que parecía ser un periquito momificado. En el rincón opuesto había un viejo con el pelo largo y blanco sentado en una mecedora. Por muy asfixiante que resultara la atmósfera de aquella sala completamente cerrada, el viejo llevaba un grueso jersey de lana y un delantal de carnicero con manchas de comida caída durante un centenar de cenas. Tenía los ojos cubiertos de una película traslúcida que a Ellsworth le recordó a claras de huevo. El hombre se inclinó hacia delante y olisqueó el aire.

            —¿Tiene usted un mulo?

            —Sí.

            —Me lo parecía —dijo el hombre, dándose unos golpecitos en la nariz con un dedo retorcido—. Los mulos tienen un olor particular. Antes de quedarme ciego yo tenía un tiro de mulos.

            —¿Ah, sí? —dijo Ellsworth.

            Se dio cuenta de que no podía dejar de mirar el pájaro reseco que había en la jaula. Se preguntaba si el hombre se habría olvidado de él o bien si es que no podía soportar separarse de su periquito. En esta habitación, pensó, se debe sentir uno muy solo a veces.

            —Bueno —dijo el hombre—, ¿qué necesita?

            —El inspector de sanitarios me ha mencionado que vende usted escobas.

            —¿Se refiere a Jasper?

            —Me ha dicho que usted es su tío —dijo Ellsworth.

            —¿Todavía lleva el puñetero casco ese?

            —Llevaba uno puesto, sí.

            El viejo se rió.

            —A ver si me entiende, Jasper es un buen tipo, pero a veces pienso que ese trabajo se le ha subido a la cabeza. —Hizo una pausa y escupió en un vaso de latón que tenía en el regazo. Luego le apareció una sonrisa pícara en la cara—. Supongo que no habrá mencionado su polla, ¿verdad?

            —¿Cómo? —preguntó Ellsworth, un poco sobresaltado.

            —Ya me lo parecía —dijo el fabricante de escobas—. En mi opinión, es de eso de lo que debería estar orgulloso. Joder, cualquiera puede contar zurullos, pero hay pocos hombres en el mundo con el paquete que tiene Jasper. No tiene nada que envidiar a un elefante.

            —Bueno, solo he hablado con él un par de minutos.

            —Sí —dijo el hombre—, le da bastante vergüenza, y la culpa es de su madre, de ella y de esa puñetera religión suya. Su madre hizo todo lo que pudo por hundir a ese chaval. Caray, si yo gastara una polla así, tendría este sitio lleno de mujeres suplicando probarla.

            Ellsworth tosió y carraspeó.

            —Entonces, las escobas…

            —Sí, señor —continuó el anciano, sin hacerle caso--. Para cuando acabara con ellas, creerían que les ha pasado entre las piernas una cinta transportadora de troncos, ya lo creo. Les iba a meter yo…

            El fabricante de escobas seguía hablando cuando Ellsworth se escabulló por la puerta. Por suerte, los hombres que estaban sentados en el banco de la casa de enfrente ahora parecían enzarzados en una intensa discusión y él pudo alejarse sin ser visto.”

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