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Manuel Mota

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CRÓNICA SENTIMENTAL DE ALIEN, EL OCTAVO PASAJERO

     A finales de los setenta, animada por el éxito de LA GUERRA DE LAS GALAXIAS, la industria del cine dio a luz una gema de fulgor hipnótico y oscuro: ALIEN, El octavo pasajero de Ridley Scott. En ella confluyó una cantidad notable de talento, empezando por un director en estado de gracia. Scott había dirigido dos años antes LOS DUELISTAS y, para no desmerecer, el destino le tenía reservado con Alien otro duelo de altura. Estaban también los artífices de sus efectos especiales, la música sutil y enervante de un inspirado Jerry Goldsmith, los artistas visionarios, encabezados por H. R. Giger, que contribuyeron con sus aportaciones y propuestas a crear los escenarios y las atmósferas: gótico y catedralicio en los interiores de la nave Nostromo, desolador, inhóspito y amenazador en el caso del planeta en que reposan los restos de la nave alienígena, especie de gusano fosilizado y retorcido azotado por la ventisca inclemente. No se podían imaginar lugares más apropiados de fondo a las correrías de una de las criaturas más fascinantes del cine de terror de los últimos tiempos.

         Alien habría hecho las delicias de Lovecraft. La suya era una génesis creíble, que derrotaba en mi imaginación a la versión falaz del marciano carpetovetónico. Aquí hay una inteligencia feroz y primitiva, una especie amoral cuyo único objetivo es la supervivencia. Nunca antes había visto yo en el cine un ser tan fascinante en su determinación; resulta poética la escena en que Ash (Ian Holm) alaba su pureza, su no mediatización por fantasías de moralidad, palabras conmovedoras cuando provienen de un robot. Y luego estaba su antagonista.

         Qué decir de la comandante Ellen Ripley aparte de confesar que el personaje me robó el corazón. Enfrentar toda la fiereza primaria del depredador a la fragilidad atribuida al mal llamado sexo débil fue un acierto por parte de los productores que consideraron que, de este modo, ayudaban a la película a destacar en un género principalmente dominado por personajes masculinos. Conmigo la fórmula funcionó. La de Ripley era un prototipo de femineidad diferente y hasta cierto punto perturbadora. La mujer autosuficiente que no cedía al histerismo que considerábamos propio de su condición. Lo convencional era esperar un comportamiento semejante al de su compañera, la oficial de navegación Lambert interpretada por la actriz Verónica Cartwright (que en principio iba a ocuparse del papel de Ripley), llorosa, desbordada por los acontecimientos e impotente. Ripley en cambio se revelaba contra esas limitaciones con una fortaleza de gladiadora y sus tribulaciones para salvar al gato Jonesy nos hacía aún más solidarios con su valor. Había algo de andrógino en su porte, capaz de conjugar los atributos de la masculinidad con la fragilidad y sensualidad femeninas.

Viñetas realizadas después de ver Alien

     Fui a ver la película en su estreno al Palacio del Cine, que estaba en la malagueña calle Mármoles. La sala se llenó. Fue un día extraño. Me acompañaba un amigo y en el intervalo previo a la proyección ligamos con dos chicas, suceso que relegó el interés por la película a un segundo plano. Lanzado, mi amigo, ya a las primeras de metraje, conseguía pasar el brazo por los hombros de una de ellas. La chica no se inmutó, ni protestó por ello, parecía incluso complacida. Así transcurrieron algunos minutos en que la tensión de los prolegómenos del film encontraba un reflejo, más epidérmico, en el patio de butacas. La tripulación de la Nostromo tomaba su refrigerio previo al hipersueño y Kane (John Hurt) daba ya las primeras muestras de su fatal indigestión, cuando vi atónito cómo mi amigo, espoleado por su éxito inicial, intentaba besar a la chica. Y ella, en ese instante crucial, desvió el rostro sorteando el envite. Fue un final desolador, inesperado, fruto de la precipitación y se producía justo en el momento en que, en la pantalla, Kane sufría los violentos estertores que daban paso al parto traumático, al nacimiento de la criatura.

         Huelga decir que en mi retina quedaron fijadas ambas escenas (intento de beso y parto) de forma algo alucinatoria. El resto de la película transcurrió, sustos incluidos, sin más sobresalto desde el patio de butacas. Al término de la proyección las chicas abandonaron sus asientos en silencio, con algo de prisa y sin ninguna decorosa interrupción por nuestra parte. Ya en la calle, mi amigo y yo caminamos en silencio. Él algo chasqueado y lamentando su impulsividad, yo satisfecho porque entre las sombras de una sala de proyección, otra mujer me había robado el corazón: la comandante Ellen Ripley o, lo que es lo mismo, la debutante actriz Sigourney Weaver. No recuerdo las caras de aquellas chicas, pero no olvidé el de ella: ese fotograma final de un rostro de belleza serena proyectado a la inmensidad del espacio exterior insondable, mientras se oían los compases finales de la Sinfonía nº 2 “Romántica” de Howard Hanson.

         La volví a encontrar de nuevo en dos películas: El año que vivimos peligrosamente y Los Cazafantasmas. Ésta última cosechó un éxito importante y se ha convertido en un producto entrañable para los nostálgicos inveterados y onanistas. Yo acudí a verla espoleado por mi afán de reencuentro con la diosa de melena exuberante y aquí, es justo decirlo, me decepcionó. Aquí su papel era más predecible y dejaba a los hombres el trabajo de lidiar con las amenazas incognoscibles. Yo buscaba a la comandante, a mi Ripley adorada con la que me encontraría algunos años después en la celebrada ALIENS de James Cameron.

         Pero esa es ya otra historia de la que os hablará mi amigo Manuel Berlanga.

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